Proseguimos con el Documento «Comunidades acogedoras»: Criterios de acción
Comunidades acogedoras y misioneras.
Identidad y marco de la pastoral con migrantes Exhortación pastoral
Documento aprobado por la CXXIV Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española celebrada en Madrid del 4 al 8 de marzo de 2024.
Nota Bene.- Hoy pubicamos el apartado 5 del Capítulo 2, donde se recogen diversos criterios de acción de la pastoral con migrantes-
2.5. Criterios de acción
- Proponemos a continuación algunos criterios de acción para enmarcar la pastoral con migrantes: El derecho a no tener que migrar Esta convicción constituye el horizonte del planteamiento eclesial en la lógica del desarrollo humano integral: «En su esencia, migrar es 28 Comunidades acogedoras y misioneras expresión del anhelo intrínseco a la felicidad precisamente de cada ser humano, felicidad que es buscada y perseguida». Esta es la manifestación de una vocación inherente al ser humano que tiene que ser el primer responsable de la consecución del desarrollo en su propia persona: «En los designios de Dios, cada hombre está llamado a promover su propio progreso, porque la vida de todo hombre es una vocación dada por Dios para una misión concreta» (Populorum progressio, 15).
En un orden social justo, que responda al desafío católico de que «el desarrollo es el nuevo nombre de la paz» (PP 83), el orden internacional está en la obligación moral de poner las condiciones para que todas las regiones del mundo sean un espacio propicio para la vida que toda persona merece, salvaguardada por el bien común estatal y por el bien común internacional. Esta reivindicación justifica la afirmación del derecho a no tener que migrar: «Crear condiciones concretas de paz, por lo que atañe a los emigrantes y refugiados, significa comprometerse seriamente a defender ante todo el derecho a no emigrar, es decir, a vivir en paz y dignidad en la propia patria»29. En todo caso, el derecho a migrar también pasa por hacerlo de forma segura, salvaguardando la dignidad de las personas en movilidad. Actualmente este derecho no está garantizado y en consecuencia son muchas las vidas que se pierden y el sufrimiento que se genera a migrantes y refugiados. Como afirma Francisco: Mientras trabajamos para que toda migración sea fruto de una decisión libre, estamos llamados a tener el máximo respeto por la dignidad de cada migrante; y esto significa acompañar y gobernar los flujos del mejor modo posible, construyendo puentes y no muros, ampliando los canales para una migración segura y regular.
El derecho a poder decidir en libertad si migrar o quedarse en el propio país requerirá también del concurso de las naciones y la buena gobernanza. Por un lado, la responsabilidad de los gobernantes llamados a ejercitar la buena política al servicio de todos; por otro, las ayudas económicas que favorezcan la educación y el empleo, la reducción de las sanciones y la condonación de deuda a los países más desfavorecidos. En resumen, el derecho a no migrar se asegura en la medida en que cada país pueda trabajar global y honestamente, para garantizar condiciones de bienestar y desarrollo de sus propios ciudadanos. El derecho a migrar y a la ciudadanía mundial
- En el contexto ya descrito es necesario recordar la larga tradición que hunde sus raíces en el pensamiento de León XIII y que fue explicitado por Pío XII y reiterado por los pontífices posteriores: el derecho a la migración. La Iglesia lo reconoce a todo hombre, en el doble aspecto de la posibilidad de salir del propio país y la posibilidad de entrar en otro, en busca de mejores condiciones de vida. Desde luego, el ejercicio de ese derecho ha de ser reglamentado, porque una aplicación indiscriminada ocasionaría daño y perjuicio al bien común de las comunidades que acogen al migrante. Como concreción de este sería necesario especificar un segundo, el reconocimiento de un nuevo estatuto: La pertenencia a la familia humana otorga a cada persona una especie de ciudadanía mundial, haciéndola titular de derechos y deberes, dado que los hombres están unidos por un origen y supremo destino comunes. Basta que un niño sea concebido para que sea titular de derechos, merezca atención y cuidados, y que alguien deba proveer a ello.
Estas afirmaciones, proféticas en su momento de enunciación, han ido adquiriendo mayor peso por la realidad que se impone y que dictamina en qué medida un proyecto es una respuesta práctica o expresión de ideología. El programa de los derechos humanos, en este sentido, sin dejar de ser una herramienta valiosa, debe acoger el desafío de una transformación acorde con las exigencias actuales: incorporar los deberes, sin los cuales los derechos pueden convertirse en escudo de egoísmos, la primacía de la persona frente a las estructuras políticas y el sentimiento nacional, la necesidad de estructuras políticas que respondan a los desafíos globales. La necesidad de una autoridad mundial
- 22. La Iglesia, desde Rerum novarum, propone que la convivencia esté regulada por alguna institución de carácter político. Esto es una realidad reconocible en los estados, en las regiones que lo componen, incluso tenemos experiencias internacionales en estructuras como las de la Unión Europea. La forma de organizar la política en la clásica forma del Estado-nación-frontera resulta del todo insuficiente en nuestro contexto globalizado. Tenemos constancia de ello por los problemas medioambientales, por experiencias como la del covid-19, por la afectación que los conflictos internacionales, como la invasión de Ucrania o los conflictos y desastres en países de África, en nosotros.
La Iglesia ha señalado desde hace décadas que la regulación de las migraciones requiere el establecimiento de una forma de autoridad mundial: «los Estados no pueden desarrollar por su cuenta soluciones adecuadas ya que las consecuencias de las opciones de cada uno repercuten inevitablemente sobre toda la comunidad internacional» y reclama «una legislación (governance) global» para las migraciones» (FT 132). Una gobernanza que se centre menos en la ideología y más en la dignidad de la persona y el bien común, articulados con factores económicos y demográficos para llegar a mejores políticas, como ya había precisado con mayor detalle Benedicto XVI en Caritas in veritate.
El derecho a no tener que migrar que reclama la Iglesia constituye la principal regulación para los flujos migratorios. Aunque no sea el único factor que influye en la movilidad humana, la posibilidad de tener una vida en paz y con futuro en el propio país es una medida muy eficaz para evitar las tragedias que contemplamos de forma sistemática. La Iglesia también comprende la identidad de cada Estado, del bien, de su cultura, que deben conservar como tesoro: Si bien es cierto que los países altamente desarrollados no siempre pueden absorber a todos los que emigran, hay que reconocer, sin embargo, que el criterio para determinar el límite de soportabilidad no puede ser la simple defensa del propio bienestar, descuidando las necesidades reales de quienes tristemente se ven obligados a solicitar hospitalidad.
- 23. En la interacción con la sociedad y el conjunto de las naciones, la Iglesia ofrece su colaboración siempre desde el principio de subsidiariedad. No solo porque sus recursos son limitados, sino porque compete a los Estados y las distintas administraciones públicas destinar fondos económicos y ejercer su deber de atención a migrantes y refugiados según los parámetros de dignidad y los respectivos marcos legislativos y tratados y acuerdos europeos o internacionales. En este debate, la Iglesia no escatima en favorecer propuestas y consensos que otorguen la máxima protección a la vida, la dignidad y el bien común.
A este respecto conviene recordar: Las naciones más prósperas tienen el deber de acoger, en cuanto sea posible, al extranjero que busca la seguridad y los medios de vida que no puede encontrar en su país de origen. Las autoridades deben velar para que se respete el derecho natural que coloca al huésped bajo la protección de quienes lo reciben. Las autoridades civiles, atendiendo al bien común de aquellos que tienen a su cargo, pueden subordinar el ejercicio del derecho de inmigración a diversas condiciones jurídicas, especialmente en lo que concierne a los deberes de los emigrantes respecto al país de adopción. El inmigrante está obligado a respetar con gratitud el patrimonio material y espiritual del país que lo acoge, a obedecer sus leyes y contribuir a sus cargas (Catecismo de la Iglesia Católica, 2241).
El horizonte de la cultura del encuentro
- 24. La cultura del encuentro es una nomenclatura necesaria para la comprensión del magisterio del papa Francisco. Es una expresión de fe en la fuerza de Pentecostés en nuestra espiritualidad, y de la comunión como rasgo identificativo de Dios que se manifiesta entre nosotros. Esta cultura del encuentro busca la superación de fronteras ideológicas y tiene distintos niveles de expresión. Comienza a tejerse en los encuentros cotidianos de nuestra familia, en nuestra vecindad, en nuestras comunidades parroquiales… En el plano social se expresa en la creación de culturas acogedoras: «Exhorto a los países a una generosa apertura, que en lugar de temer la destrucción de la identidad local sea capaz de crear nuevas síntesis culturales» (EG 210).
Este tipo de planteamientos no son propuestas intelectuales estériles sino la constatación de nuestra propia historia, costumbres y rasgos identificativos. Nuestra cultura es fruto del diálogo de distintas sensibilidades que han ido entretejiendo una hermosa identidad que llama la atención por su riqueza que surge de la creación de síntesis sobre las tradiciones precedentes. Requiere diálogo, procesos regulados y no espontáneos o sometidos a los influjos mediáticos y que sean alentados por una profunda conversión personal y colectiva: Se necesita, por parte de todos, un cambio de actitud hacia los inmigrantes y los refugiados, el paso de una actitud defensiva y recelosa, de desinterés o de marginación —que, al final, corresponde a la «cultura del rechazo»— a una actitud que ponga como fundamento la «cultura del encuentro», la única capaz de construir un mundo más justo y fraterno, un mundo mejor.
La Iglesia es católica
- 25. En medio de este mundo, la Iglesia muestra su catolicidad viviendo la universalidad del género humano mediante el desarrollo de la fraternidad que proviene de la acción de Jesús resucitado. Actualmente vive en un contexto condicionado por una globalización sin reglas y única[1]mente de naturaleza económica, que fomenta la cultura del descarte, la crisis climática y hace aumentar la desigualdad tanto entre países como dentro de ellos. Esto marca una forma de estar en el mundo y condiciona nuestra propia forma de organizar la vida, los desplazamientos, la movilidad y las relaciones económicas y sociales. ¿No estaremos llamados a buscar juntos alternativas y a proponer con mayor vigor una cultura de la sobriedad y la solidaridad?
Nuestro reto entonces consiste en ver cómo caminamos crítica y constructivamente como Iglesia en ese contexto. A la luz del Evangelio y la doctrina de la Iglesia, estamos llamados a habitar la globalización construyendo la «civilización del amor», según la bella fórmula de san Pablo VI, recogida y ampliada por San Juan Pablo II. Eso implica vivir la fraternidad universal como una manera de prefigurar la humanidad «unida en Cristo». Su principio fundamental está en el corazón humano transformado desde la fuente de vida del corazón de Cristo y participando de él, siendo así sacramento de salvación para nuestros hermanos.
Hacer una pastoral donde la diversidad en armonía sea el modo de caminar juntos
- En la sociedad donde estamos insertados, las diversas visiones sobre los modos de entender el mundo, la vida, la organización de la socie[1]dad, los derechos y las responsabilidades individuales y colectivas con[1]viven sin apenas diálogo entre ellas. En un ambiente tan plural, que a menudo también se refleja en diferentes comprensiones de la Iglesia y su misión en el seno de la sociedad, podemos aportar un elemento que posibilita la unidad y el anclaje en un punto común. En la diversidad sobresale una identidad común: la radical dignidad que Dios nos otorga.
Esta dignidad es la afirmación común desde la que podremos dialogar. Sin ella es difícil ensamblar las diferencias con armonía. Con ella podremos dialogar con otras visiones y construir nuevos proyectos sociales. Partimos de la convicción de que Dios, trinidad relacional, es quien nos define y nos relaciona. Así nuestra manera de vivir la fraternidad se expresa singularmente cuando oramos y decimos juntos: «Padrenuestro». Eso significa inmediatamente que nos reconocemos hermanos. La diversidad en armonía es el camino.
El pueblo de Dios es «católico», así se desarrolla en cada pastoral
- La pastoral con migrantes tiene el encargo singular de hacer pre[1]sente la llamada a encarnar, en la diversidad de nuestras sociedades interconectadas y revitalizadas con las migraciones, la unidad del género humano que viene del mismo Dios. Para ello, hay que dialogar con cada aspecto de la pastoral continuamente, habilitar procesos consensuados entre las diversas pastorales, establecer puentes entre los agentes de pastoral. A nivel social, se trata de armonizar la diversidad, los derechos y deberes derivados del concepto de ciudadanía con la necesidad de cuidar las identidades nacionales sin que sean excluyentes.
Tanto en las zonas rurales como en las más urbanas o cosmopolitas emerge ya un nuevo rostro de la sociedad y de la Iglesia, en medio de esa pluralidad y muchas veces en minoría creativa o fragilidad, cada comunidad puede contribuir a realizar la catolicidad de la presencia de la Iglesia. Esto requiere cultivar el arte de integrar lo uno y lo múltiple en cada lugar. Vivir siempre al ritmo del Espíritu Santo. La aventura de transitar críticamente la globalización como Iglesia con la confianza puesta en el Dios de Jesús requiere, además de los criterios de acción, orientaciones para transformar nuestra acción pastoral en clave de conversión personal, pastoral y misionera