La explotación de los inmigrantes temporeros en Almería

La realidad bajo el mar de plástico

Fran Otero / @franoterof Madrid

FUENTE: Alfa & Omega, nº 1.309, 18 Mayo 2023, págs.. 10 y 11

«A las ocho de la mañana los inmigrantes son pocos, después de las ocho de la tarde sobran todos». Esta más que desafortunada sentencia de Juan Enciso, pronunciada hace más de 20 años, cuando era alcalde de El Ejido, sigue resumiendo la realidad de miles de migrantes en el campo almeriense, ese mar de plástico que forman los invernaderos y que se ve incluso desde el espacio. La huerta de Europa. A ellos, los migrantes, sí que no se les ve, y eso que son parte esencial de un sector boyante. Bastan las cifras del informe Análisis de la campaña hortofrutícola 2021-2022, de Cajamar, para corroborar la última afirmación: 32.827 hectáreas de invernaderos, 3,8 millones de toneladas de frutas y hortalizas y 3.701 millones de euros de valor de las exportaciones. Ese análisis revela que en el sector se desempeñan 76.674 trabajadores, el 68,5 % extranjeros.

Pero la realidad que dibujan los resultados económicos no es la que se vive debajo del plástico. La situación ahí no es tan agradable. Los que tienen documentación pueden cobrar poco más de siete euros la hora de trabajo. Los que no, entre cuatro y cinco, y, en ocasiones, ni eso. Se quedan sin cobrar, como denuncia Ana García, religiosa de las Hijas de Jesús, congregación que lleva 50 años en Roquetas de Mar, en el poniente de Almería. Su comunidad colabora en una asociación de mujeres no confesional llamada Nakani, que gestiona dos casas de acogida —una para hombres y otra para mujeres— y ofrece talleres. «Vivir en Roquetas es hacerlo en dos mundos bien diferentes. El de las playas y el de la explotación, la soledad, la ilegalidad y el sufrimiento», añade a Alfa y Omega.

Esta afirmación se podría exportar a toda la provincia, pues la situación del poniente —Roquetas y El Ejido— se repite en el levante, donde el punto caliente está en Níjar. Los migrantes que viven en estas zonas tienen los mismos problemas. Uno de los más graves es el acceso a la vivienda. Son miles los que viven en asentamientos, en cortijos en torno a las explotaciones, en garajes o en infraviviendas. Solo en campamentos chabolistas en toda la provincia viven más de 3.500 personas, según un informe de Andalucía Acoge. Allí, los más afortunados, cuentan con puntos de agua, canalizaciones caseras para evacuar las aguas residuales o enganches a la red eléctrica. Por ejemplo, según el citado estudio, el 72,3 % de los habitantes de estos lugares tiene muchas dificultades para acceder a agua potable, el 67 % sufre para contar con electricidad. Esto, unido a construcciones de plástico, madera y material altamente inflamable, hace que los incendios sean habituales. La Iglesia, a través de congregaciones religiosas y Cáritas, acompaña a los miles de migrantes que viven y trabajan en condiciones infrahumanas en los invernaderos de Almería. Aunque invisibles, son esenciales para que esta zona sea la huerta de Europa: «Se los trata solo como mano de obra», explicó el investigador de porCausa. En cifras 68,5 % de los trabajadores en el campo de Almería son extranjeros 3,8 toneladas de frutas y verduras se produjeron en la última campaña 7,28 euros es el coste laboral medio por hora, según un estudio de Cajamar

«El tema de la vivienda es uno de los más dramáticos», explica a este semanario el jesuita Daniel Izuzquiza, que trabaja en el Servicio Jesuita a Migrantes (SJM), que se constituyó en Almería en octubre del año pasado. Por ello explica su apuesta por estar presentes en tres asentamientos de Níjar —Atochares, El Hoyo y Cañaveral— cinco días por semana, donde se centran fundamentalmente en la enseñanza del español. «Es importante, porque es un servicio concreto, una herramienta para la integración social», añade. Esta actividad da pie, además, al contacto personal, a conocer historias y a acompañar a los migrantes. Han incorporado a un abogado al equipo y pronto tendrán una sede entre los invernaderos.

Pero la cuestión de la vivienda no solo es material. La localización de campamentos y cortijos está provocando el aislamiento social de sus moradores, entre ellos, familias con niños. «No se relacionan con nadie», explica Fátima SantalóOsorio, religiosa del Sagrado Corazón de Jesús. Su congregación está presente en el núcleo de Las Norias, en El Ejido. Allí mantiene un proyecto, Bantabá, que, además de acogida, ofrece clases de español. «No están integrados en la comunidad. Están lejos de centros de salud, bibliotecas, locutorios o cualquier tipo de servicio», añade Toñi Manzano, técnico de Cáritas Diocesana de Almería.

Ana García constata el aislamiento, pues alrededor no hay más que invernaderos. «¿Cómo se puede vivir en un lugar donde no hay agua, donde no hay saneamiento, donde no hay ventilación? Están naciendo niños con problemas de salud porque sus madres viven al lado del plástico, con temperaturas muy elevadas y respirando insecticidas y pesticidas. También se incrementan las enfermedades mentales», explica. La solución al problema habitacional pasa por la construcción de nueva vivienda y por que los migrantes puedan alquilar allí donde la haya. «Hay edificios enteros, de bancos, cerrados», denuncia García, que constata que no se alquila a los migrantes. «Cuando yo llamo para preguntar por una casa, sí se alquila, y cuando lo hace el interesado ya no», explica.

Junto a esta dificultad se unen las condiciones de trabajo, especialmente complicadas para las personas en situación administrativa irregular. Los salarios son bajos y la tarea muy exigente. «Son condiciones duras, con una elevada temperatura y mucha humedad. Aquí también entrarían las medidas de prevención, que no siempre se cumplen, al estar en contacto con productos químicos, o el transporte», añade Izuzquiza. Sobre esta última cuestión, explica que como no hay medios públicos para ir a las explotaciones, los migrantes utilizan bicicletas o patinetes con los que circulan por carreteras estrechas, sin arcén, compartiendo espacio con los camiones que van a recoger las hortalizas. Una situación de riesgo más. La historia de Kwane, recogida por el SJM, es especialmente dura. Fue atropellado en 2019 cuando iba a uno de los invernaderos en Níjar. Tuvo que ser operado dos veces y no ha recuperado la movilidad en el hombro, lo que le impide trabajar. Desde entonces vive sin ingresos —saca algo mendigando— en una chabola en Atochares llena de pulgas y mugre.

Otro problema es el empadronamiento, el pasaje a un buen número de servicios. Como no tienen un lugar donde registrarse, recurren a terceros que les exigen entre 100 y 600 euros, según Andalucía Acoge. O la regularización, que pide un contrato de trabajo de doce meses por el que algunos migrantes han llegado a pagar 6.000 euros.

Así, la frase de Enciso se sigue cumpliendo. A nadie parece importarle que las frutas y hortalizas crezcan a costa del sufrimiento de personas. «Se les trata solo como mano de obra», añade Izuzquiza. «La esclavitud sigue existiendo y nos la comemos en Europa en forma de calabacín, tomate y berenjena. Comemos indignidad, explotación y esclavitud», sentencia Ana García

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