Los refugiados no son números: cada uno tiene su historia, su vida, su dolor y su mirada.

Refugiadas que hablan con la mirada

El horror, el cansancio y la esperanza se entrelazan en el Centro Astalli de Roma

Donatella PARISI

FUENTE: Donne, Chiesa, Mondo, nº 94, Septiembre 2023, pág.  9

Joy no tiene ni veinte años, escapó de Nigeria y de un horror que las palabras no pueden describir, pero sí sus cicatrices. Todos los días sonríe. Llega todas las mañanas a clase, se sienta y abre
su cuaderno. Quiere aprender italiano, estudiar y abrir su propia tienda. Desea traer a su hermana por avión y no por mar como ella. Antes nunca había ido a la escuela. No sabía leer ni escribir. Todavía se expresa poco, no solo porque no sabe bien el italiano, sino porque carece de experiencias
que den sentido a las palabras. Nunca ha visto una pizarra, nunca ha probado un helado, nunca ha acariciado a un gato y nunca ha montado en bicicleta. Joy no tiene amigos ni familia. Viene a la escuela todos los días, se sienta y atiende y luego regresa al centro de acogida donde vive. Allí hace sus deberes. Escribe hermosas cartas a su profesora de italiano que ha conocido a muchas mujeres refugiadas. Joy dice que tiene una luz especial.

Anna está agotada. Lleva sobre sus hombros un dolor tan grande que la agota, le quita el pensamiento, el sueño y a veces parece asfixiarla. Huyó de Eritrea después de que mataran a su marido. La acompañaban sus dos mellizas de un año. Anna estuvo atrapada en Libia, en una celda
durante un año entero porque no tenía dinero para pagar a los traficantes. Una celda tan pequeña que no podía recostarse, pero lo suficientemente grande como para contener todo el mal del mundo. Todos los días los soldados entraban a esa celda. Cada día el horror se desarrollaba ante los
ojos atónitos de las jóvenes desesperadas. Anna no gritaba, no lloraba para no asustar a sus hijas que acabaron muriendo de hambre ante sus ojos. Sus cuerpos sin vida se quedaron a su lado hasta que logró salir, subirse a un barco y llegar a Lampedusa. Durante un año estuvo internada en el
hospital de Catania debatiéndose entre la vida y la muerte. Anna llegó embarazada a Italia y aquí nació Elvira, llamada así en honor a la enfermera que la ha cuidado.

TAMBIÉN ESTO PASARÁ

Elvira da sentido a todo. Mantiene viva a su madre y viceversa. Anna trabaja muchas horas al día en un hotel. Elvira va al colegio y luego se encuentran por la noche en un apartamento en las afueras. Recientemente recibieron una orden de desalojo a pesar de que el alquiler llegó a tiempo. Cuando la trabajadora social le pregunta si está preocupada, Anna mira hacia abajo y susurra que esto también pasará.

Y luego está Fátima, sentada en una silla sin querer comer ni hablar. Su cuerpo está ahí, pero su mente está muy lejos viajando a su casa en Irak. Está enferma, pero no quiere que la traten y no deja que ningún médico la toque. Su dolor lo ocupa todo y no tiene sitio para nada ni para nadie. Los
asistentes sociales creen que está durmiendo en un tren abandonado. Apenas está lúcida. Viene al comedor todos los días, se sienta, come y su cuerpo parece encontrar un cierto alivio. A veces se queda dormida y a veces llora en silencio.

Las mujeres solicitantes de asilo y refugiadas que llegan solas a Italia son, en su mayoría, víctimas de violencia y abusos en los países de los que huyen y en el viaje que emprenden. Son jóvenes y el miedo les hacen enamorarse de quienes se aprovechan de ellas. Son demasiado hijas cuando de pronto se encuentran siendo madres.

El Centro Astalli, sede italiana del Servicio Jesuita a los Refugiados, trabaja desde hace más de 40 años para garantizar a las mujeres inmigrantes apoyo psicológico y médico, asistencia jurídica y acceso a la educación y al mercado laboral.

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