Fuimos emigrantes y no acogemos a los inmigrantes.
Páginas amarillas
J. R. Alonso de la Torre
FUENTE: Diario de Navarra, 20 Junio 2024, pág.10
Mi abuelo inventó las paginas amarillas. Atendía la central telefónica de Ceclavín, un pueblo rayano, cuando los abonados lo marcaban números, sino que pedían conexión con Macho Mangafuego o con Piniqui Culocontento. Mi abuelo confeccionó un bloc de hojas amarillas donde se recogían por orden alfabético motes y teléfonos: Brazo Jierro (7), Chochulo (32)… Uno de esos abonados era Antonio Panadero. El viernes pasado me encontré con su hija Magdalena, que emigró en los 70 a Cataluña, fue maestra en Canovelles (Barcelona) y tenía en el aula a 15 inmigrantes de Ceclavín.
Del pueblo de mi abuelo y de los pueblos de España interior emigraron a miles. Cuando llamaban por teléfono a Ceclavín, mi abuelo tenía que traducir las conversaciones porque las madres se ponían muy nerviosas en el locutorio: “Cipriana, tranquila, mujer, que tu hijo dice que te quiere”. Y ella convertía a mi abuelo en intermediario: “Dígale, señor Pedro, que yo también lo quiero y me acuerdo mucho de él”.
Aquellas madres temían que sus hijos emigrantes en Hamburgo o en Badalona enfermaran, pero nunca temieron a un Alvise que los tildara de asesinos y violadores, ni a un Abascal que gritara: “Más muros y menos extremeños”. Millones de emigrantes españoles ayudaron a levantar Europa sin saber catalán ni alemán. Maestras emigradas como Magdalena los educaron.
Cada 15 días, llamaban a sus madres, Paca Lechivieja o Patro Putina (niña, en portugués), mi abuelo buscaba en sus páginas amarillas y las ayudaba a entender que sus hijos estaban bien y que las querían. En aquel tiempo, la mano de obra inmigrante era tan necesaria como ahora, pero la palabra xenofobia sólo aparecía en los crucigramas difíciles.