Francisco en Marsella, abogado de los inmigrantes y denunciador de la indiferencia ante ellos
Francisco recuerda que rescatar migrantes «es un deber de humanidad»
Cuando el Papa afirmaba camino de la francesa Marsella que esperaba «tener el valor de decir todo lo que quiero decir», estaba anticipando la importancia de lo que ha supuesto su viaje apostólico número 44 2 Oración en el memorial dedicado a los marineros y migrantes perdidos en el mar el día 22. 0 El Santo Padre preside una oración mariana en la basílica de Nuestra Señora de la Guardia el viernes. 1 Saludo al presidente Emmanuel Macron y a su esposa el pasado sábado.
Rodrigo Moreno Quicios / Álvaro Real
Roma / Madrid
Quedará en el recuerdo la imagen de Francisco rezando con miembros de otras religiones ante el monumento en Marsella a marineros y migrantes desaparecidos en el Mediterráneo. Un gesto para expresar que, antes de cualquier propuesta de política migratoria, «hace falta humanidad, silencio, llanto, compasión y oración». También para subrayar que «no podemos resignarnos a ver seres humanos tratados como mercancías de cambio, aprisionados y torturados de manera atroz; no podemos seguir presenciando los naufragios provocados por contrabandos repugnantes y por el fanatismo de la indiferencia».
Horas antes, en el vuelo de ida, el Santo Padre había confesado a los periodistas: «Espero tener el valor de decir todo lo que quiero decir». Sus palabras reflejaban la importancia que da a los mensajes que quería lanzar a Francia y a Europa durante su visita del 22 y 23 de septiembre.
No fue el único que sintió vértigo. Para Rita Abi Hanna, libanesa miembro del Consejo de Jóvenes del Mediterráneo y participante en los Encuentros del Mediterráneo que iba a clausurar el Pontífice, el momento más potente no fue cuando pudo saludarle, sino una oración con jóvenes en el mar. «Paramos la barca. Las olas la golpeaban y nos quedamos en silencio rezando». Pasó un poco de miedo, confiesa. Pero se sintió más cerca de «lo que pasa la gente que emigra».
Desde la empatía se comprende mejor el primer deber que Francisco puso a Europa: «Deben ser socorridas las personas que, abandonadas sobre las olas, corren el riesgo de ahogarse. Es un deber de humanidad, es un deber de civilización». Pero los deberes aquel día no solo eran para las autoridades; también para los grupos religiosos de la ciudad. Marsella es una ciudad llena de diversidad, donde entre una cuarta parte y la mitad de los habitantes son musulmanes. En los últimos tiempos hace frente a altas tasas de delincuencia. Por eso el Papa reconocía que, «a menudo, las relaciones entre los grupos religiosos no son fáciles, pues la carcoma del extremismo y la peste ideológica del fundamentalismo corroen la vida real de las comunidades». Ante esta encrucijada entre el encuentro y la confrontación, Francisco dio las gracias a quienes optan por lo primero. «Marsella es un modelo de integración», por ejemplo, gracias a experiencias como la de Marseille Espérance, «organismo de diálogo interreligioso que promueve la fraternidad y la convivencia pacífica».
Estos mensajes no siempre son acogidos con facilidad, reconoce Stefan Kukric, de Sarajevo, otro de los jóvenes que escuchaban a Francisco. Por su experiencia, no cree que la visita del Papa vaya a resolver «de la noche a la mañana» todas las tensiones. «Visitó Bosnia y Herzegovina en 2015 y muchas cosas no han cambiado», apunta. Pero sí cree que el viaje puede marcar el inicio «de un largo proceso de reflexión por el que una parte de nosotros cambiará».
“No podemos resignarnos a ver seres humanos
tratados como mercancías y torturados.
Sería al día siguiente, en la clausura de los Encuentros del Mediterráneo, cuando los deberes a Europa se hicieron aún más explícitos: «Quien se juega la vida en el mar no invade», afirmaba Francisco, pidiendo «garantizar, en función de las posibilidades de cada uno, un gran número» de permisos de entrada legal y regular, sostenible mediante una acogida justa por parte del continente, en el contexto de cooperación con los países de origen». Este continente está en riesgo de enfermar, alertó durante la Misa en el Velódromo: «Del cinismo, del desencanto, de la resignación, de la incertidumbre surge un sentido general de tristeza». Los frutos no se observan solo en la cuestión migratoria. Este «corazón frío» se vuelve «impermeable, se endurece, insensible a todo y a todos»; también a «tantos niños no nacidos y en tantos ancianos abandonados». Precisamente el Gobierno francés prepara un proyecto de ley sobre la eutanasia que no quiso presentar, como estaba previsto, la víspera de la llegada del Papa.
Las palabras del Pontífice, dirigidas también a los oídos de las autoridades francesas y europeas, fueron claras. Al mismo tiempo, se palpó la cordialidad en el encuentro con el presidente Macron. Pero solo un día después, con el Pontífice ya en el Vaticano, el dirigente respondía que «un modelo social generoso, como el nuestro, no puede acoger toda la miseria del mundo. No puede existir una respuesta sólo francesa. Nuestro deber es no dejar solos a los italianos» ante la crisis migratoria que afronta el país.