El derecho a no emigrar, parte del lema de la Jornada de este año

El derecho a no emigrar

Ante la afluencia de tantos intereses en conflicto, junto a leyes y políticas nacionales, es preciso disponer de normas internacionales capaces de establecer los derechos de cada uno, para impedir decisiones unilaterales, normalmente perjudiciales para los más débiles El derecho a no migrar

JULIO L. MARTÍNEZ, SJ Universidad Pontificia Comillas

FUENTE: Alfa & Omega, nº 1325, 12/19 Octubre 2023, pág. 22.

E l mensaje del Papa para la Jornada Mundial del Migrante y Refugiado 2023 incide sobre la libertad de elegir si emigrar o quedarse. No piensa en una idea individualista de libertad, o en decisiones caprichosas o de puro emotivismo subjetivista, sino en quien se ve forzado a salir buscando una vida digna. Me gustaría recordar que el significado cristiano de la dignidad, tal como lo elabora la doctrina social de la Iglesia, se verifica en la satisfacción real de las necesidades básicas y en la promoción genuina de las libertades fundamentales y de las relaciones constitutivas de las personas.

En nombre de Cristo, la Iglesia no se cansa de defender la dignidad humana, destacando los derechos irrenunciables que de ella se desprenden. Así hizo hace 60 años la encíclica Pacem in terris de san Juan XXIII, publicada en 1963, justo en el interregno del Concilio. El Papa bueno señalaba el derecho a emigrar a «la nación donde [cada persona] espere poder atender mejor a sí mismo y a los suyos» y el «derecho a conservar o cambiar su residencia dentro o fuera de los límites de su país» (PT, 25), reconociendo su fundamento en el destino universal de los bienes de este mundo y la procura de las mejores condiciones de vida de las familias. Junto a ese derecho aparecen otros concomitantes: el derecho a tener una propia patria, a vivir libremente en el propio país, a vivir con la propia familia, a disponer de los bienes necesarios para llevar una vida digna, a conservar y desarrollar el propio patrimonio étnico, cultural y lingüístico, a profesar la propia religión y a ser reconocido y tratado, en toda circunstancia, conforme a la propia dignidad de ser humano. Todos estos derechos remiten al concepto de bien común universal que abarca toda la familia de los pueblos y llama a cultivar actitudes superadoras de intereses estrechos y egoísmos nacionalistas.

En suma, la Iglesia reconoce a todo ser humano la doble posibilidad de salir de su propio país y de entrar en otro en busca de mejores condiciones de vida, al tiempo que afirma el deber de las naciones más prósperas de acoger, proteger, promover e integrar, en cuanto sea posible, al extranjero que busca la seguridad y los medios de vida que no puede encontrar en su país de origen.

Mirando a los clásicos, impresiona saber que ya en su Relectio de Indis el gran teólogo y jurista español Francisco de Vitoria defendía el ius migrandi et illic degendi como derecho a circular libremente y establecerse pacíficamente, basado en el deber universal al respeto del ius humanitatis. Desde luego, el ejercicio del derecho a migrar no debe ignorar la necesidad de regular los flujos migratorios sin faltar al respeto de la dignidad de las personas y de las necesidades de las familias.

Los Papas no han dejado de reconocer que una aplicación indiscriminada de ese derecho puede causar daños al bien común de las comunidades de acogida, por eso no debe prescindirse de una aplicación prudente con las garantías debidas. Eso sí, la regulación debe llevarse a cabo con espíritu de generosidad y valorando la aportación de los que llegan —trabajo, cultura, humanidad—, no mirando solo a la defensa del propio bienestar de las sociedades receptoras ni descuidando las necesidades de quienes tristemente se ven obligados a solicitar hospitalidad. Además, ante la afluencia de tantos intereses en conflicto, junto a leyes y políticas nacionales, es preciso disponer de normas internacionales capaces de establecer los derechos de cada uno, para impedir decisiones unilaterales, normalmente perjudiciales para los más débiles.

Como compañero del derecho a emigrar, el magisterio católico de los últimos Pontífices presenta el derecho a no migrar o a no tener que emigrar, el cual remite al derecho al desarrollo integral de personas y comunidades y al compromiso serio para que las personas puedan vivir en paz y dignidad en su propia patria. Varios mensajes de san Juan Pablo II y el último mensaje de Francisco ponen el acento en que la tarea principal para que nadie se vea forzado a migrar corresponde a los gobernantes de los países de origen, llamados a ejercitar una buena política, transparente y honesta, con amplitud de miras y al servicio de todos, especialmente de los más vulnerables; una política orientada a garantizar una participación equitativa de todos en el bien común, así como a respetar los derechos fundamentales y hacer posible la satisfacción de las necesidades de alimentación, salud, trabajo, vivienda o educación.

Pero la responsabilidad también recae sobre los agentes de los países de destino, en el sentido de favorecer un comercio más justo y una cooperación internacional verdaderamente solidaria, que no despojen de los recursos naturales y humanos a los países de origen y que no permitan injerencias externas sobre ellos para favorecer los interesen de unos pocos. Francisco añade que la decisión de emigrar para ser libre de verdad debe estar bien informada y ser ponderada; solo de ese modo podrá evitarse que tantísimos hombres, mujeres y niños sean víctimas de ilusiones engañosas o de traficantes sin escrúpulos.

Todas las personas de buena voluntad estamos convocadas a poner nuestros empeños a favor de los cultivos eficaces de la fraternidad universal, base indispensable de una justicia auténtica y condición de una paz duradera, y a soñar «como una única humanidad, como caminantes de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos» (FT, 8).

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