Testimonios

Insha’Allah

Fátima Niabou (Marruecos)

 

“Soy Fátima Niabou, nací en Larache, Marruecos, tengo 36 años. Soy una mujer fuerte, amable respetuosa, trabajadora y me gusta hacer el bien. Llevo aquí casi tres años. Mi historia es muy larga, solo te contaré los momentos más significativos. Si te lo cuento todo, creo que vas a llorar. Tiene partes muy duras. ¿Tienes tiempo para escucharla?” Con esta contundencia comienza su testimonio. Sí, claro que lo tengo.

Es la tercera de ocho hijos, la primera mujer y serlo ha marcado su vida de sacrificio y discriminación. Desde muy pequeña su madre le asignó las tareas del hogar. “Me dejaron estudiar, pero primero tenía que cumplir con mis obligaciones domésticas. Con sólo nueve años cocinaba, limpiaba y atendía a mis hermanos pequeños. Mi madre fue muy dura conmigo, pero no así con mis hermanos”. En cambio, con su padre tenía una relación entrañable y gozaba de su protección. Era un hombre recto y ejemplar. “En casa sentíamos un enorme respeto por él”.

En su adolescencia Fátima, como tantas, quería quitarse el pañuelo o remangarse la falda, “sabía que no podía hacerlo, tenía que plegarme a las tradiciones de mi cultura”. Y con solo 19 años sus padres la quisieron casar. “No sentía que podía negarme. Yo creía, ingenuamente, que así mi vida iba a mejorar, que sería más libre, pudiendo proseguir con mis estudios universitarios y sin tantas cargas familiares. Idealizaba la vida matrimonial”. Pero la vida de casada le deparaba aún más sufrimiento y sacrificios. En la casa de su familia política no tenían ni agua ni luz. Pero lo realmente duro fue que tenían otras costumbres. Vivían entre insultos y golpes, la violencia doméstica era lo cotidiano. Fátima venía de una familia tan diferente. “He sufrido muchísimo, golpes físicos, sí y sobre todo psicológicos”.

Cuando estaba embarazada, su marido fue encarcelado, otro revés pues se quedaba sola el teniendo que sacar a su hijo adelante. “Cuando nació Ayoub, confiaba que nuestro Dios no iba a dejarnos. No esperaba grandes cosas de la vida, pero no tenía ni lo básico: ni casa, ni comida ni trabajo. Aun siendo consciente de mi vulnerabilidad su nacimiento me hizo sentir más libre y fuerte. Tenerle se convirtió en la razón más poderosa para no rendirme”. Sus padres no le dejaron volver a su casa. Fue a vivir con su tía Fátima en el campo donde las condiciones eran durísimas. El hambre y el trabajo extenuante fueron dos constantes en esa etapa de su vida. Ni cuando tuvo una grave operación de espalda se pudo permitir descansar para recuperarse. “Estaba tan débil que se me veían las costillas”. Lo poco que conseguía para comer lo guardaba para su hijo.

Necesitaba trabajo, desesperadamente. En una fábrica de pescado cercana cada mañana se agolpaban personas luchando por entrar y hacer una jornada. Fátima sabía que tenía que conseguirlo. “Como soy pequeña, pude colarme. Me puse a mover cajas frenéticamente para demostrar que podía hacer el trabajo bien. Y me dieron un puesto”. Tuvo un accidente y se dañó el brazo gravemente, pero nunca pudo parar para curarse. Ni tenía dinero para las medicinas ni podía permitirse no ganar el jornal.  La mayor parte de su sueldo se lo entregaba a sus padres. “Allí es así. Yo me conformaba con poder comer”.

Su peregrinaje no fue fácil. Consiguió otro trabajo mejor en una fábrica de calzado. “También ahí el trabajo era durísimo. En mi vida, siempre he tenido que aguantar, aguantar y aguantar”. La violencia, el agotamiento, el hambre y la enfermedad han sido sus compañeros de viaje. “Llegó un día que comprendí que no podía quedarme”. Ni su marido ni su familia iban a cambiar. Seguir viviendo con miedo, sin esperanza, y en la precariedad no era ya una opción. Tenía que salir de ese ciclo de miseria. Consiguió visados para venir a España.

“Tres años más tarde puedo decir que soy una persona nueva. Mi vida no es fácil, pero al menos ahora el esfuerzo tiene recompensas. Yo sufrí mucho, demasiado, pero al final, mi Dios arregla las cosas. El futuro no va a venir a mí, soy yo quien tengo que salir a su encuentro”.

Siente enorme agradecimiento por los que le han ayudado, por un lado, la asociación Fin Camí y el Servicio Jesuita a Migrantes. “Son mi familia de verdad. No me quieren para que les de algo, como me pasaba en mi país, si no que me valoran por lo que soy y quieren lo mejor para mí. Me han enseñado a superar mis miedos y a sanar mis cicatrices”. Insha’Allah.

Rocío Gayarre

(Fuente: ABC digital, 04 Octubre 2020)

 

 

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